
¿Bordeaux Blanc o Fumé Blanc? Es la pregunta que rondó en la cabeza de los enólogos nacionales respecto al estilo que debía adquirir nuestro Sauvignon Blanc. El primero hace referencia a los vinos blancos de Burdeos donde la cepa comulga en un mismo coupage con semillón, es fortalecido con la crianza en barrica y alcanza un alto potencial de evolución y guarda, mientras el segundo refiere a los blancos producidos en el curso alto del Loira, específicamente en las apelaciones Sancerre y Pouilly-fumé, con vinos frescos, ligeros y vibrantes.
En términos prácticos nos decantamos por la usanza bordelesa aunque sin obtener sus resultados y así, durante casi un siglo, mientras los tintos nacionales se daban a conocer en el mundo nuestros blancos ocupaban un lugar absolutamente secundario incluso dentro del consumo interno.
A comienzos de los años ’90, casi en forma simultánea, irrumpe en la escena mundial el «Kiwi Blanc», apodo dado al Sauvignon Blanc nacido en Nueva Zelanda, y la osadía de Pablo Morandé remodeló el paisaje de Casablanca convirtiéndolo en una valle vitivinícola.
Los blancos neozelandeses demostraron la existencia de una suerte de tercera vía en la que un estilo absolutamente de Nuevo Mundo podía ser igualmente valorada y los cultivos en Casablanca abrieron el enorme potencial de los valles de clima frío, lo que en su conjunto contribuyó a definir la identidad de un vino que hoy es parte de nuestra carta de presentación.
El referido Kiwi Blanc del país océanico es una cesta de frutos propios de otoño donde predominan espárrago, alcachofa y cítricos; por su parte el Bordeaux Blanc, con el debido y necesario envejecimiento, nos sumerge en una despensa invernal en la que abundan durazno deshidratado, manzanas en almíbar y té de manzanillas secas; en tanto el Fumé Blanc es beber agua de un riachuelo en primavera con sus minerales notas de piedra chancada y pedernal; y siguiendo esa misma línea no es exagerado decir que nuestro Sauvignon Blanc captura el verano en forma de durazno blanco, pasto verde, cebollín, hojas de tomate, intenso y fresco ají verde, además de vibrantes notas salinas que en su conjunto nos trasladan a una huerta a orillas del mar en los meses de estío.
Quizás por lo anterior Cipreses Vineyard de Casa Marín es unos de los Sauvignon Blanc que mejor encarna nuestros vinos de la variedad porque su bodega precisamente es una huerta emplazada con vista al Océano Pacífico.
A tres años de su cosecha y dos de nuestro último descorche comienza a pintar una traza dorada en su traslúcido tono amarillo pajizo mientras en su nariz encontramos notas de un durazno algo más maduro, además de presencia de damasco, un espárrago que muta de verde a cocido, pero manteniendo el verde frescor de su cebollín y ajíes.
Aunque su boca sigue igual de fresca comienza a delatar una textura más untuosa, la acidez aún alta y vibrante se vuelve más envolvente que punzante, y un muy delicado dulzor de fruta blanca en su almíbar comienza a abrirse paso en su eterno final cítrico y salino.
Gana elegancia sin perder frescor y en materia de complejidad sin sacrificar un ápice su identidad comienza a hacer delicados guiños a Bordeaux, el Loira y Marlborough.

