
Años atrás una escapada a la costa era sinónimo de olas y surf, hoy día se ve más como una quieta caminata al atardecer; si se trata de montaña no había nada más adrenalínico que descender un gélido y torrentoso río en rafting, hoy prefiero las quietas aguas de una terma; en su momento solo importaba el como llegar a destino, donde dormir y qué comer se podía suplir con hostales backpackers y sandwichs, hoy en la medida de lo posible no escatimo en proveerme de una cómoda cama y paso largas horas leyendo reseñas de los restaurantes del sitio elegido.
Vejez dirán algunos, aburguesamiento otros, quizás exista algo de ello, pero lo cierto es que conforme crecemos nuestro impetú se aquieta a la vez que nuestros gustos se refinan y complejizan. Quienes cuentan más de cuarenta de seguro lo entienden bien y aquellos que aún se sienten cercanos a los veinte y siempre más pronto de lo que quisieran lo comprenderán.
Lo interesante, y fascinante, es que ninguna de estas épocas es necesariamente mejor que la otra, sino que ambas forman parte de una evolución personal que se inicia con la crianza dada por nuestros paadres o quienes hayan estado a cargo de nuestros cuidados, se nutre de las experiencias vividas y terminará el día que nuestras fuerzas se acaben.
Con el vino ocurre basicamente lo mismo. Nace en la cuva de fermentación donde de ser un mero jugo de uva se convierte en mosto, se cría en barricas, fudres o estanques según el designio del enólogo a su cuidado, envejece y evoluciona según los cuidados en guarda que le prodiguemos hasta que un día perderá por completo su fuerza.
El Pinot Noir, y sobre todo si tiene origen en Nuevo Mundo, se suele definir como un vino fresco y ligero, marcadamente frutal, que debe ser servido ligeramente frío, perfecto para acompañar pescados y mariscos grillados y refrescante compaañero de las cálidas tardes de verano.
¿Pero que ocurre cuando este vino alcanza casi una década?
Cuvee Alexandre Atalayas Vineyard Pinot Noir 2012 a nueve años de su cosecha nos entrega un perfil absolutamente distinto al de su primera juventud. Servirlo a los 15ºC que recomienda el manual «apretará» su nariz, pero al darle tan solo un par de grados más sus aromas se abreen y muestra toda la riqueza y complejidad lograda en su guarda.
De igual forma su boca años atrás fresca y ligera, ahora ha adquirido delicados tonos cálidos y licorosos que por un lado acercan su maridaje más hacia los guisos ligeros que a los platos marinos, y por otro lo convierten en mejor compañero de una tarde de invierno al calor de una chimenea que de las brisas frescas de un atardecer de estío.
Pareciera que al igual que los seres humanos el paso del tiempo transforma el abrigo en algo cada vez más necesario y confortable.
Rubí de capa media en su centro rodeado de un amplio borde ocreo y ribete casi cristalino, con la debida oxigenación nos entrega fresa muy madura, arándano rojo deshidratado, dátiles, licor de guinda, esencia de vainilla, canela y clavo ambos tostados y zeste de naranja.
La fruta sigue viva en su boca al igual que su acidez que de todas formas ha bajado algunos puntos su intensidad, pero conforme avanza en paladar no empieza a mostrar sus cálidos tonos licorosos enriquecidos con especias y madera que nos recuerdan los cognac que en Francia dieron fama a la casa Marnier-Lapostolle.
Beberlo joven nos muestra toda su fresca vitalidad, pero desgustarlo avanzados los años no entrega la riqueza de su evolución.
Quizás la mejor opción es hacerse de más de una botella a fin de conocerlo en ambos estados y guardar alguna otra para ver si pasado la década nos sigue dando sorpresas.

