
«Qué sabes de cordillera, si tu naciste tan lejos,
hay que conocer la piedra que corona el ventisquero,
hay que recorrer callado los atajos del silencio…»
Arriba en la Cordillera – Patricio Manns
La vitinicultura nacional nace en los secanos de Itata y el Maule, con la llegada de las uvas de Burdeos se toma los lomajes precordilleranos y la cuenca del amplio y extenso valle central, En las últimas décadas se tomó las costas cercanas al Pacífico, ganó terreno al desierto en el norte mientras por el sur avanzó hasta las puertas mismas de la Patagonia. En este escenario el escarpado alto andino, con suelos emplazados sobre la cota mil, se ha convertido en la última frontera.
Basta dar una mirada a la cuenca del Loira en Francia, la Mosela alemana o la Toscana en Italia para tomar nota que el vino suele proceder de algunos de los lugares más hermosos del planeta. Lo anterior no se debe a mera poesía o gusto paisajista sino a que aquellas regiones cuyo clima y suelo favorecen la vida vegetal, animal y humana son también ambientes propicios para el cultivo de la vitis vinifera.
Las alturas andinas parecieran ser un contrasentido a lo anterior sin embargo si observamos con cuidado nos daremos cuentas que no en vano y durante siglos arrieros y crianceros han buscado estos altos valles, llenos de vida en primavera y verano, para entregar a sus animales los más tiernos pastos.
A pesar del sofocante calor que podemos sentir un mediodía estival, la temperatura desciende drásticamente durante las noche lo que lleva a que el promedio se sitúe varios grados por debajo de aquel del valle lo que nos permite hablar en propiedad de un clima frío de altura que como regulador térmico permite conservar la preciada acidez y frescas notas frutales de las uvas.
Además la casi total ausencia de humedad, sobre todo en la temporada de maduración, nos entrega bayas de dulzor y acidez mucho más concentrada al no absorber agua a través de sus pieles y estar sometidas a un mucho mayor índice lumínico.
La disruptiva bodega Viñedos de Alcohuaz, con sus plantaciones entre 1.700 y 2.000 msnm, y el magnífico malbec Roca Madre de Tabalí cultivado en lo más alto de Río Hurtado a menos cincuenta kilómetros de la frontera con Argentina, resultan perfectos referentes de la alta calidad lograda por estos nacientes vinos de altura, pero también más al sur encontramos exponentes que han decidido adentrarse «arriba en la cordillera» para entregarnos delicados y muy bien logrado vinos como el curicano Altitud 1245 Merlot de la colección Trisquel Series de Aresti.
Tal como su nombre insinúa las uvas de este vino se cultivan a 1.245 msnm, en lo alto del valle de Curicó donde los deshielos alimentan los arroyos que dan vida a los ríos Teno y Lontué. Este particular terroir junto a una moderada crianza de tan sólo seis meses en barricas de roble francés dan como resultado un Merlot de perfil clásico y a la vez particularmente disruptivo.
Clásico, porque se acerca mucho más que cualquier otro a los que conocemos de la cepa en los históricos vinos de Saint-Emilion en la orilla derecha de la Gironda preservando notas de fruta roja y delicada presencia de setas en su evolución, y Disruptivo, porque se distancia de la expresión en ocasiones pirazínica y en otras sobre madura tan propia de nuestros valles.
Fresa fresca, ciruela roja, crema de mora, balsámico, cassis y mokka forman parte de su abanico aromático además de delicados terciarios en forma de setas y tabaco que ha cuatro años de cosecha muestran presencia pero aún muy lejos de dominar su nariz, lo que nos augura largos años de evolución por delante sin que desaparezca su marca frutal.
Boca intensa en su cuota perfecta de madurez, acidez media alta, tanino maduro de suave dulzor, dominada por una mixtura perfecta de fruta roja y negra que pareciera reunir ambas almas del Merlot, Viejo y Nuevo Mundo, con un final largo donde recién la barrica alza la mano estableciendo presencia de mokka y café expreso.
Sin duda un vino que bien merece un lugar en nuestra cava.

